martes, 31 de enero de 2012

SANTORAL DE RODRÍGUEZ




Se observa que toda la información aparecida en el blog “la discreta en cuba” procede de la misma fuente, José María Alfaya, juez y parte, lo que pudiera hacer sospechar a los lectores de la parcialidad de lo comunicado, especialmente al querido pueblo cubano, que sin duda no posee información previa alguna sobre el informante. En favor de la pluralidad de opiniones, me permito ampliar la documentación, extraída de la obra MEMORIA INACABADA DEL TALLER DE REINSERTABLES (Rodriguez. Ediciones Artesanales de M. Temporelli. Madrid 2006), que se hace eco de un apócrifo Flos sanctorum, recopilación hagiográfica de vidas de santos, que, por su propia esencia, habría que considerar con las debidas cautelas por la mezcla de aspectos históricos, legendarios, fantásticos, literarios, teológicos, bíblicos, etc. de difícil disección, que contiene. Sin embargo, es de justicia reconocer que análogas obras han sustentado a la jerarquía vaticana para promover la subida a los altares de multitud de santos. Máxime desde el papado de Juan Pablo II hasta nuestros días, en que ha sido bastante asequible este tipo de promociones, particularmente en España, donde se han producido al por mayor en grandes lotes. No es aventurado pensar, pues, que más pronto que tarde podamos ver en el santoral a quien ya la vox populi española ha subido en una peana y aureolado su cabeza. Para que la vox populi cubana conozca lo que se le viene encima, reproducimos el siguiente texto de la obra antes mencionada.
RODRIGUEZ




SAN JOSEMARÍA CRISÓSTOMO DE SEBTA, abad, fundador y juglar

Poseía el don de lenguas y era tal su dedicación, que de la mañana a la noche y de la noche a la mañana hasta la extenuación, incluso robándole horas al sueño, predicaba sin tasa, tanto a los que querían escucharle como a los que no, y éstos, no obstante, quedaban hipnotizados con su elocuencia, que acompañaba con cánticos y letanías. Predicaba hasta en el desierto. Una vez quisieron burlarse de él los que lo llevaban, y parando delante de un montón de piedras le dijeron que predicara. Lo hizo sin más oyentes, pero sucedió el prodigio de que, acabando el sermón, diciendo: “Gracias por haber venido”, respondieron las piedras: “Amén, venerable padre”. Alguna vez le daba un frenesí de predicar sin concierto, y lo hacia cuatro veces en la misma jornada en lugares muy alejados entre sí (y entonces no había ni coches ni aviones). Aun a los habituados a la penitencia espantaba la suya por extrema. Pidió con ansia el oficio de llamar a maitines, para que la obligación de quitar el sueño a otros se lo quitase antes a él y porque esta anticipada vigilia le valiese más tiempo para más predicación, ejercicio en que su ardiente amor, a un mismo tiempo hacía sed y lo saciaba.
Entre otros ardides que usaba para quitarse el sueño o preservarse de él, era levantarse de la cama, y atándose una cinta de cascabeles a la pierna, ir dando desordenados saltos por la casa cantando “un fresco vientecillo de levante, impulsaba mi tabla en la bahía...”, festivo alarde que hacía no para divertir el gusto sino para divertir el sueño y continuar la oración.

El primer despunte de sus maravillas apareció apenas cumplió un año y empezó a usar los pies. Aún no sabía ni podía hablar, cuando ya con la balbuciente algarabía de aquella edad, rezaba las oraciones. A los veintiún meses, estando en los brazos de su madre, se elevó y cercado de luces dijo con voz clara: “Iré a todas partes donde me llamen”. Estas son las primeras palabras que habló antes de saber hablar. En esta edad de dos años empezó ya a desplegar el uso de su iluminada razón, pues no le habían enseñado a conocer las letras y encontrando un libro devoto, dobló las rodillas en tierra, y leyó en él con entera juiciosa distinción por el oculto divino magisterio que interiormente le agitaba.
Porque era español y ceutí, de los de siempre, aún antes de que se llamaran andaluces o existiera La Giralda y antes de que fueran sus señales el toro, el albero, los palillos, el faralae y el “ozú, que caló”.

Crece ostentando muchos siglos de cordura en pocos años de edad, pero no por ser hijo de familia asentada en un áurea mediócritas iba a pasarlo bien en su vida. Tuvo sufrimientos amargos. Fue despreciado por su madre por desencanto de esperar una hija hembra y nacerle un varón.

Pero le dan estudios y a los dieciocho años marcha a Granada para aprender cosas (dicen que de filologías). Las va aprendiendo por su cuenta, porque ansiaba profundizar en la historia del pueblo, yendo a la raíz, no como las decía la gente sencilla y llana. Pasa bastante tiempo leyendo códices a escondidas, porque las circunstancias externas eran extremadamente difíciles entonces por la persecución del emperador Generalísimo.

Los profetas daban pista para un resurgimiento de la fe y los salmos cantaban la victoria sobre los dominadores actuales. El Libertador no podría tardar. Mientras tanto era preciso mantener la llama a cualquier costa, no como los tímidos, balbuceantes, melifluos, blandos, infantiloides que a la menor complicación abandonaban o incluso nadaban entre dos aguas dentro de una confusión moral generalizada.

Cree en los profetas y los sigue. Y luego, el bautismo. Una orientación de vida, de obras, de pensamiento, de ideales y proyectos. Su carácter apasionado tomará el rumbo sin trabas humanas posibles. Su rendición fue sin condiciones y con el afán de llevar a su pueblo la alegría del amor del Paráclito manifestado en la Congregación en la que el Santo ingresa. Pero también intenta desarraigar en las masas la mala costumbre de atribuir únicamente a los pecados de los clérigos la causa de las calamidades que afligen al pueblo, y que “hay que moverse”.

Lo ponen en la cárcel para que medite y haga el cambio, pero él no ceja y, en un descuido, pone tierra y mar por medio y pasa unos años predicando en solar de infieles. Con su actuación alegre y decidida seguirá dando testimonio de dónde tiene puestos sus valores y de en quién tiene depositada su fe. A todo esto ha sido excomulgado en su Congregación por sospechoso de cismático y apóstata, lo que no le impide seguir la predicación por su cuenta y riesgo, por libre.

Su oración, éxtasis y raptos, se puede decir que no fueron muchos sino uno continuado. Hasta durmiendo, que para no perder el tiempo lo hacía muy poco (apenas tres horas y media por día), sentado en la cabecera del catre, medio recostado en la almohada, seguía meditando en sus próximas predicaciones.

Nunca suspendió un sermón así estuviera enfermo. Fue a predicar estando ronco y dijo que era conveniente su ronquera a él, al auditorio y a los judíos y masones porque al igual que mandó Dios a San Pablo el estímulo de la carne para que la magnitud de las revelaciones no lo desvaneciera, así le era enviada esa ronquera para que la muchedumbre de sus continuados sermones no le ensoberbeciera.

Como otros han de recogerse en la Misa, el santo había de distraerse para poder acabar sus homilías. Tal era su abstracción, que los ayudantes habían de avisarle en lo que estaba y que el tiempo pasaba. Tal su fervor, que hacía temblar la tarima. Tal su arrobamiento, que cuando alzaba la voz se alzaba él tras ella en el aire, y bañado en sudor.

Su vida de sacrificio llevó a que un día le estallara la cabeza, y los desperdicios en que ésta quedó convertida se repartieron en doscientos metros a la redonda, tal era la presión de sus sesos. Sus fieles de aquel momento los recogieron y juntaron haciendo una pila con ellos y, ¡oh milagro providencial!, los trozos se fueron pegando y recompusieron de nuevo la cabeza. El santo se la ajustó de nuevo sobre los hombros y continuó la predicación como si no hubiera pasado nada. Conociendo el prodigio, habiendo parido una mujer un pedazo de carne sin forma ni figura, se lo ofreció al santo, y asistiendo a su predicación, en la Epístola se le formó una facción, al Evangelio otra, al consagrar otra, hasta que acabando su explicación religiosa, al oír los comienzos de una cumbia, se acabó de formar una bellísima niña de color cobrizo mientras desde lo más alto se oía una voz que decía, enigmáticamente, “¡vacas... café... tierras... negocios!”

Llevó su mensaje salvador a los sitios más dispares, pues era tal el convencimiento que imprimía a sus pláticas, que los fieles corrían raudos a extender la buena nueva de este “crisóstomo” recién descubierto. El mensaje se extendía y se extendía sin control, de boca en boca, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, las lenguas se enlazaban como las cerezas en una banasta, y de todos lugares le requerían para escuchar de su propia boca las predicaciones. Impulsado por su vocación ecuménica nunca negó su presencia en lugar alguno por lejano que estuviera y hasta llegó a decirse que podía estar en dos sitios al mismo tiempo disfrutando del don de la ubicuidad. Como Dios. Nunca pidió razón del porqué de las demandas, ni información sobre sus auditorios, ni de la existencia o no de comunidad de fieles, ni mucho menos estipendio o viático alguno.

Todo lo hizo desprendidamente, sin pedir nada a cambio, rascándose de su propio bolsillo para subvenir desplazamientos, cobijo y manutención, en detrimento de la hacienda propia y de la de su esposa. Convenció de la justicia de este comportamiento a sus primeros discípulos, aunque esta cuestión de los diezmos les hiciera discutir a veces. Ellos, al principio, le acompañaban en todos sus itinerarios y predicaciones como auxiliares y transportadores de los objetos sagrados. Como alguna vez decayeran en su fe, o la atención a sus familias y a sus huertos lo impidiera, él marchaba en solitario a encontrarse con las multitudes.

Fue tan venerado de las gentes de toda condición y estamento social, que sucedía no poder salir a la calle sin que se arrojaran a cortarle alguna reliquia, dejándole hasta en cueros. Hasta una mujer madura le cortó un miembro con los dientes, yéndose con él en la boca muy contenta y dejando mutilado al santo, pero también contento de su sacrificio.

Un penitente del santo le confesó haber dado un puntapié a su madre en las posaderas. Amante y defensor acérrimo como era de la familia, díjole el confesor: “No te digo que no se lo mereciera, pero eso está muy feo. El pie que pega a una madre merece ser cortado”. Siendo el hombre rudo e ignorante, y tomando al pie de la letra aquellas palabras, cuando volvió a su casa cogió un hacha y se rebanó el pie culpable delante de su madre horrorizada, la cual al saber el motivo del proceder de su hijo, corrió presurosa a censurar amargamente al santo por su imprudente comentario. El santo aceptó sus recriminaciones con humildad, la acompañó a casa, pegó el pie cortado adaptándolo a la pierna, entonó los cánticos apropiados, y los huesos soldaron rápidamente. El joven se levantó perfectamente sano dando gracias al taumaturgo.

Partió el santo hacia las costas mediterráneas a un retiro espiritual con sus discípulos, he hizo varias incursiones por las aguas. Después de un desembarco cayó gravemente enfermo, y dijeron que era el cansancio del viaje y las predicaciones, o bien porque le habían envenenado, lo que le provocaba unas fiebres tan altas. Pero era en realidad una posesión diabólica que le revolvía todos los adentros y le hacía delirar. Encontrábase en tal estado de flaqueza que, a pesar de toda su buena voluntad, se vio forzado a ceder a los deseos de sus discípulos, que se pusieron a transportarle en parihuelas a la ciudad donde venían, para allí recomponer su salud o bien morir. Durante el viaje siguió delirando con cánticos entre dientes que eran invocaciones al Maligno para expulsarle de su cuerpo. Anduvo en ese éxtasis casi diez días y, tan sin sentido, que hasta le abrieron la sepultura. Pero el santo salió victorioso del combate, y también sacó una enseñanza, que su modestia aceptó de buena gana, y es que no se debe provocar al Demonio comiendo huevos de ave podridos.

Hace por los menesterosos, su tesoro es para los pobres, no podría concebirse santidad sin caridad. Y ahora es la vaca su cómplice; nunca se secaron las ubres, una y otra vez ordeñadas por este Crisóstomo de Sebta, cuando había que remediar a un menesteroso. Curiosamente la vaca no aparece en las representaciones pictóricas de los artistas junto a la imagen del Santo. El bovino es, sin duda, una metáfora de sus hagiógrafos, que no resta verosimilitud a la historia. También, que ¡convierte el agua de su baño en cerveza y las piedras de su casa en chuletas y cus-cus para apagar la sed y el hambre de sus discípulos! Otra metáfora.

Aunque es mucho lo referido, y más lo que por brevedad omito, es todo menos respecto lo que obró en una ermita de Mataró cuando allí había ido en peregrinación a la inhumación de los restos de un beato. Dos casados castellanos le llevaron una hija y la pusieron a sus pies sin mediar palabra. El santo dijo: “Por vuestros pecados de ofensa al Paráclito vuestra hija nació sorda y muda, pero como os habéis arrepentido”, todo lo cual era cierto, “voy a hacer un milagro”. Al momento la niña habló, pero en lengua catalana, de acuerdo con el territorio en que estaban. Todos gritaron: “Milagro, milagro” y “osti tú”. Pero como sus padres no entendían aquella lengua, estaban descontentos y protestaron y pidieron que le quitase a su hija la lengua catalana y le diese la castellana. Dijo el santo: “Confiad en el Paráclito. Lo hecho, hecho está”. Oyendo la resolución, se pusieron los padres y la niña en camino, aunque con la mosca detrás de la oreja. Y fueron muchos con ellos por la curiosidad, que la saciaron, porque al pasar el río que divide a Cataluña de Aragón, al punto empezó la niña a hablar la lengua castellana. Las masas enardecidas prorrumpieron en aplausos y vítores: ¡Viva el santo por antonomasia! ¡Todos somos contingentes, pero tú eres necesario! ¡Viva el ser preclaro y munificente! ¡Loor y gloria al ínclito y ponderado Crisóstomo! (Este prodigio es muy interesante porque, además de ilustrar el interés del santo de Sebta por la lengua y el internacionalismo, tiene la categoría de “milagro doble”, por complicarse, con el de la salud presente, el de la revelación de lo pasado).

Favorece la misión del Paráclito con la construcción de templos, patrocinando monasterios y fundando cofradías. Incluso presta ayuda a las iglesias locales como diácono y oficiante de ceremonias, según se estila en ese tiempo.

En nuestra época puede resultarnos extraña la figura de un santo dinámico, peleón y exigente sin contemplaciones. Parece convencernos más su bondad con los pobres, su compasión con el débil, su piedad y penitencia. Pero él hizo lo que pudo para ser leal consigo mismo, bueno con su pueblo y fiel al Paráclito. Eso era lo que pedía el siglo de hierro, aquel oscuro tiempo bárbaro y turbulento, ¡ y lo hizo!

Su culto se extendió de norte a sur y de oriente a occidente y hasta se imprimieron monedas y objetos con su efigie.

Instantes antes de morir, perdonando a sus enemigos, se le oyó decir: “Tres cosas hay en la vida: salud, canciones y amor. El que tenga estas tres cosas, que le dé gracias a Dios”. Se le enterró a la profundidad habitual de un metro, y a la semana siguiente se comprobó que su cadáver se había ido subiendo tan arriba que ya no le faltaban tres dedos para llegar a la superficie de la tierra. Se entendió que quería salir para seguir predicando.


Se produjo la muerte por explosión cerebral -esta vez sí-, a los 97 años, pero su cráneo de niño se conserva en el monasterio de La Atalayuela, (Valdepeñas. La Mancha. España), que él fundó. Su canonización solemne tuvo lugar a los nueve años del fallecimiento y su festividad se celebra el 25 de junio.

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