Se
observa que toda la información aparecida en el blog “la discreta
en cuba” procede de la misma fuente, José María Alfaya, juez y
parte, lo que pudiera hacer sospechar a los lectores de la
parcialidad de lo comunicado, especialmente al querido pueblo cubano,
que sin duda no posee información previa alguna sobre el informante.
En favor de la pluralidad de opiniones, me permito ampliar la
documentación, extraída de la obra MEMORIA INACABADA DEL TALLER DE
REINSERTABLES (Rodriguez. Ediciones Artesanales de M. Temporelli.
Madrid 2006), que se hace eco de un apócrifo Flos
sanctorum, recopilación
hagiográfica de vidas de santos, que, por su propia esencia, habría
que considerar con las debidas cautelas por la mezcla de aspectos
históricos, legendarios, fantásticos, literarios, teológicos,
bíblicos, etc. de difícil disección, que contiene. Sin embargo, es
de justicia reconocer que análogas obras han sustentado a la
jerarquía vaticana para promover la subida a los altares de multitud
de santos. Máxime desde el papado de Juan Pablo II hasta nuestros
días, en que ha sido bastante asequible este tipo de promociones,
particularmente en España, donde se han producido al por mayor en
grandes lotes. No es aventurado pensar, pues, que más pronto que
tarde podamos ver en el santoral a quien ya la vox
populi española
ha subido en una peana y
aureolado su cabeza. Para que la vox
populi cubana conozca lo
que se le viene encima, reproducimos el siguiente texto de la obra
antes mencionada.
RODRIGUEZ
Poseía
el don de lenguas y era tal su dedicación, que de la mañana a la
noche y de la noche a la mañana hasta la extenuación, incluso
robándole horas al sueño, predicaba sin tasa, tanto a los que
querían escucharle como a los que no, y éstos, no obstante,
quedaban hipnotizados con su elocuencia, que acompañaba con cánticos
y letanías. Predicaba hasta en el desierto. Una vez quisieron
burlarse de él los que lo llevaban, y parando delante de un montón
de piedras le dijeron que predicara. Lo hizo sin más oyentes, pero
sucedió el prodigio de que, acabando el sermón, diciendo: “Gracias
por haber venido”, respondieron las piedras: “Amén, venerable
padre”. Alguna vez le daba un frenesí de predicar sin concierto, y
lo hacia cuatro veces en la misma jornada en lugares muy alejados
entre sí (y entonces no había ni coches ni aviones). Aun a los
habituados a la penitencia espantaba la suya por extrema. Pidió con
ansia el oficio de llamar a maitines, para que la obligación de
quitar el sueño a otros se lo quitase antes a él y porque esta
anticipada vigilia le valiese más tiempo para más predicación,
ejercicio en que su ardiente amor, a un mismo tiempo hacía sed y lo
saciaba.
Entre
otros ardides que usaba para quitarse el sueño o preservarse de él,
era levantarse de la cama, y atándose una cinta de cascabeles a la
pierna, ir dando desordenados saltos por la casa cantando “un
fresco vientecillo de levante, impulsaba mi tabla en la bahía...”,
festivo alarde que hacía no para divertir el gusto sino para
divertir el sueño y continuar la oración.
El
primer despunte de sus maravillas apareció apenas cumplió un año y
empezó a usar los pies. Aún no sabía ni podía hablar, cuando ya
con la balbuciente algarabía de aquella edad, rezaba las oraciones.
A los veintiún meses, estando en los brazos de su madre, se elevó y
cercado de luces dijo con voz clara: “Iré a todas partes donde me
llamen”. Estas son las primeras palabras que habló antes de saber
hablar. En esta edad de dos años empezó ya a desplegar el uso de su
iluminada razón, pues no le habían enseñado a conocer las letras y
encontrando un libro devoto, dobló las rodillas en tierra, y leyó
en él con entera juiciosa distinción por el oculto divino
magisterio que interiormente le agitaba.
Porque
era español y ceutí, de los de siempre, aún antes de que se
llamaran andaluces o existiera La Giralda y antes de que fueran sus
señales el toro, el albero, los palillos, el faralae y el “ozú,
que caló”.
Crece
ostentando muchos siglos de cordura en pocos años de edad, pero no
por ser hijo de familia asentada en un áurea
mediócritas iba a pasarlo
bien en su vida. Tuvo sufrimientos amargos. Fue despreciado por su
madre por desencanto de esperar una hija hembra y nacerle un varón.
Pero
le dan estudios y a los dieciocho años marcha a Granada para
aprender cosas (dicen que de filologías). Las va aprendiendo por su
cuenta, porque ansiaba profundizar en la historia del pueblo, yendo a
la raíz, no como las decía la gente sencilla y llana. Pasa bastante
tiempo leyendo códices a escondidas, porque las circunstancias
externas eran extremadamente difíciles entonces por la persecución
del emperador Generalísimo.
Los
profetas daban pista para un resurgimiento de la fe y los salmos
cantaban la victoria sobre los dominadores actuales. El Libertador no
podría tardar. Mientras tanto era preciso mantener la llama a
cualquier costa, no como los tímidos, balbuceantes, melifluos,
blandos, infantiloides que a la menor complicación abandonaban o
incluso nadaban entre dos aguas dentro de una confusión moral
generalizada.
Cree
en los profetas y los sigue. Y luego, el bautismo. Una orientación
de vida, de obras, de pensamiento, de ideales y proyectos. Su
carácter apasionado tomará el rumbo sin trabas humanas posibles. Su
rendición fue sin condiciones y con el afán de llevar a su pueblo
la alegría del amor del Paráclito manifestado en la Congregación
en la que el Santo ingresa. Pero también intenta desarraigar en las
masas la mala costumbre de atribuir únicamente a los pecados de los
clérigos la causa de las calamidades que afligen al pueblo, y que
“hay que moverse”.
Lo
ponen en la cárcel para que medite y haga el cambio, pero él no
ceja y, en un descuido, pone tierra y mar por medio y pasa unos años
predicando en solar de infieles. Con su actuación alegre y decidida
seguirá dando testimonio de dónde tiene puestos sus valores y de en
quién tiene depositada su fe. A todo esto ha sido excomulgado en su
Congregación por sospechoso de cismático y apóstata, lo que no le
impide seguir la predicación por su cuenta y riesgo, por libre.
Su
oración, éxtasis y raptos, se puede decir que no fueron muchos sino
uno continuado. Hasta durmiendo, que para no perder el tiempo lo
hacía muy poco (apenas tres horas y media por día), sentado en la
cabecera del catre, medio recostado en la almohada, seguía meditando
en sus próximas predicaciones.
Nunca
suspendió un sermón así estuviera enfermo. Fue a predicar estando
ronco y dijo que era conveniente su ronquera a él, al auditorio y a
los judíos y masones porque al igual que mandó Dios a San Pablo el
estímulo de la carne para que la magnitud de las revelaciones no lo
desvaneciera, así le era enviada esa ronquera para que la
muchedumbre de sus continuados sermones no le ensoberbeciera.
Como
otros han de recogerse en la Misa, el santo había de distraerse para
poder acabar sus homilías. Tal era su abstracción, que los
ayudantes habían de avisarle en lo que estaba y que el tiempo
pasaba. Tal su fervor, que hacía temblar la tarima. Tal su
arrobamiento, que cuando alzaba la voz se alzaba él tras ella en el
aire, y bañado en sudor.
Su
vida de sacrificio llevó a que un día le estallara la cabeza, y los
desperdicios en que ésta quedó convertida se repartieron en
doscientos metros a la redonda, tal era la presión de sus sesos. Sus
fieles de aquel momento los recogieron y juntaron haciendo una pila
con ellos y, ¡oh milagro providencial!, los trozos se fueron pegando
y recompusieron de nuevo la cabeza. El santo se la ajustó de nuevo
sobre los hombros y continuó la predicación como si no hubiera
pasado nada. Conociendo el prodigio, habiendo parido una mujer un
pedazo de carne sin forma ni figura, se lo ofreció al santo, y
asistiendo a su predicación, en la Epístola se le formó una
facción, al Evangelio otra, al consagrar otra, hasta que acabando su
explicación religiosa, al oír los comienzos de una cumbia, se acabó
de formar una bellísima niña de color cobrizo mientras desde lo más
alto se oía una voz que decía, enigmáticamente, “¡vacas...
café... tierras... negocios!”
Llevó
su mensaje salvador a los sitios más dispares, pues era tal el
convencimiento que imprimía a sus pláticas, que los fieles corrían
raudos a extender la buena nueva de este “crisóstomo” recién
descubierto. El mensaje se extendía y se extendía sin control, de
boca en boca, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, las lenguas
se enlazaban como las cerezas en una banasta, y de todos lugares le
requerían para escuchar de su propia boca las predicaciones.
Impulsado por su vocación ecuménica nunca negó su presencia en
lugar alguno por lejano que estuviera y hasta llegó a decirse que
podía estar en dos sitios al mismo tiempo disfrutando del don de la
ubicuidad. Como Dios. Nunca pidió razón del porqué de las
demandas, ni información sobre sus auditorios, ni de la existencia o
no de comunidad de fieles, ni mucho menos estipendio o viático
alguno.
Todo
lo hizo desprendidamente, sin pedir nada a cambio, rascándose de su
propio bolsillo para subvenir desplazamientos, cobijo y manutención,
en detrimento de la hacienda propia y de la de su esposa. Convenció
de la justicia de este comportamiento a sus primeros discípulos,
aunque esta cuestión de los diezmos les hiciera discutir a veces.
Ellos, al principio, le acompañaban en todos sus itinerarios y
predicaciones como auxiliares y transportadores de los objetos
sagrados. Como alguna vez decayeran en su fe, o la atención a sus
familias y a sus huertos lo impidiera, él marchaba en solitario a
encontrarse con las multitudes.
Fue
tan venerado de las gentes de toda condición y estamento social, que
sucedía no poder salir a la calle sin que se arrojaran a cortarle
alguna reliquia, dejándole hasta en cueros. Hasta una mujer madura
le cortó un miembro con los dientes, yéndose con él en la boca muy
contenta y dejando mutilado al santo, pero también contento de su
sacrificio.
Un
penitente del santo le confesó haber dado un puntapié a su madre en
las posaderas. Amante y defensor acérrimo como era de la familia,
díjole el confesor: “No te digo que no se lo mereciera, pero eso
está muy feo. El pie que pega a una madre merece ser cortado”.
Siendo el hombre rudo e ignorante, y tomando al pie de la letra
aquellas palabras, cuando volvió a su casa cogió un hacha y se
rebanó el pie culpable delante de su madre horrorizada, la cual al
saber el motivo del proceder de su hijo, corrió presurosa a censurar
amargamente al santo por su imprudente comentario. El santo aceptó
sus recriminaciones con humildad, la acompañó a casa, pegó el pie
cortado adaptándolo a la pierna, entonó los cánticos apropiados, y
los huesos soldaron rápidamente. El joven se levantó perfectamente
sano dando gracias al taumaturgo.
Partió
el santo hacia las costas mediterráneas a un retiro espiritual con
sus discípulos, he hizo varias incursiones por las aguas. Después
de un desembarco cayó gravemente enfermo, y dijeron que era el
cansancio del viaje y las predicaciones, o bien porque le habían
envenenado, lo que le provocaba unas fiebres tan altas. Pero era en
realidad una posesión diabólica que le revolvía todos los adentros
y le hacía delirar. Encontrábase en tal estado de flaqueza que, a
pesar de toda su buena voluntad, se vio forzado a ceder a los deseos
de sus discípulos, que se pusieron a transportarle en parihuelas a
la ciudad donde venían, para allí recomponer su salud o bien
morir. Durante el viaje siguió delirando con cánticos entre dientes
que eran invocaciones al Maligno para expulsarle de su cuerpo. Anduvo
en ese éxtasis casi diez días y, tan sin sentido, que hasta le
abrieron la sepultura. Pero el santo salió victorioso del combate, y
también sacó una enseñanza, que su modestia aceptó de buena gana,
y es que no se debe provocar al Demonio comiendo huevos de ave
podridos.
Hace
por los menesterosos, su tesoro es para los pobres, no podría
concebirse santidad sin caridad. Y ahora es la vaca su cómplice;
nunca se secaron las ubres, una y otra vez ordeñadas por este
Crisóstomo de Sebta, cuando había que remediar a un menesteroso.
Curiosamente la vaca no aparece en las representaciones pictóricas
de los artistas junto a la imagen del Santo. El bovino es, sin duda,
una metáfora de sus hagiógrafos, que no resta verosimilitud a la
historia. También, que ¡convierte el agua de su baño en cerveza y
las piedras de su casa en chuletas y cus-cus para apagar la sed y el
hambre de sus discípulos! Otra metáfora.
Aunque
es mucho lo referido, y más lo que por brevedad omito, es todo menos
respecto lo que obró en una ermita de Mataró cuando allí había
ido en peregrinación a la inhumación de los restos de un beato. Dos
casados castellanos le llevaron una hija y la pusieron a sus pies sin
mediar palabra. El santo dijo: “Por vuestros pecados de ofensa al
Paráclito vuestra hija nació sorda y muda, pero como os habéis
arrepentido”, todo lo cual era cierto, “voy a hacer un milagro”.
Al momento la niña habló, pero en lengua catalana, de acuerdo con
el territorio en que estaban. Todos gritaron: “Milagro, milagro”
y “osti tú”. Pero como sus padres no entendían aquella lengua,
estaban descontentos y protestaron y pidieron que le quitase a su
hija la lengua catalana y le diese la castellana. Dijo el santo:
“Confiad en el Paráclito. Lo hecho, hecho está”. Oyendo la
resolución, se pusieron los padres y la niña en camino, aunque con
la mosca detrás de la oreja. Y fueron muchos con ellos por la
curiosidad, que la saciaron, porque al pasar el río que divide a
Cataluña de Aragón, al punto empezó la niña a hablar la lengua
castellana. Las masas enardecidas prorrumpieron en aplausos y
vítores: ¡Viva el santo por antonomasia! ¡Todos somos
contingentes, pero tú eres necesario! ¡Viva el ser preclaro y
munificente! ¡Loor y gloria al ínclito y ponderado Crisóstomo!
(Este prodigio es muy interesante porque, además de ilustrar el
interés del santo de Sebta por la lengua y el internacionalismo,
tiene la categoría de “milagro doble”, por complicarse, con el
de la salud presente, el de la revelación de lo pasado).
Favorece
la misión del Paráclito con la construcción de templos,
patrocinando monasterios y fundando cofradías. Incluso presta ayuda
a las iglesias locales como diácono y oficiante de ceremonias, según
se estila en ese tiempo.
En
nuestra época puede resultarnos extraña la figura de un santo
dinámico, peleón y exigente sin contemplaciones. Parece
convencernos más su bondad con los pobres, su compasión con el
débil, su piedad y penitencia. Pero él hizo lo que pudo para ser
leal consigo mismo, bueno con su pueblo y fiel al Paráclito. Eso era
lo que pedía el siglo de hierro, aquel oscuro tiempo bárbaro y
turbulento, ¡ y lo hizo!
Su
culto se extendió de norte a sur y de oriente a occidente y hasta se
imprimieron monedas y objetos con su efigie.
Instantes
antes de morir, perdonando a sus enemigos, se le oyó decir: “Tres
cosas hay en la vida: salud, canciones y amor. El que tenga estas
tres cosas, que le dé gracias a Dios”. Se le enterró a la
profundidad habitual de un metro, y a la semana siguiente se comprobó
que su cadáver se había ido subiendo tan arriba que ya no le
faltaban tres dedos para llegar a la superficie de la tierra. Se
entendió que quería salir para seguir predicando.
Se produjo la muerte
por explosión cerebral -esta vez sí-, a los 97 años, pero su
cráneo de niño se conserva en el monasterio de La Atalayuela,
(Valdepeñas. La Mancha. España), que él fundó. Su canonización
solemne tuvo lugar a los nueve años del fallecimiento y su
festividad se celebra el 25 de junio.
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